sábado, 15 de agosto de 2015

Capítulo VIII


La carretera bordeaba lo que era la Cordillera Explaindora en otra vida. Pero no se parecía en nada a lo que Diego recordaba del lugar, sin embargo sabía exactamente que era por allí.

No habían luces, ni faroles, y no se veía la ciudad de Valle Verde por ningún lado en el horizonte.

-¿No debería estar la ciudad por allá?- preguntó como un tonto.

-Dig, mira para acá- Alexander lo estaba mirando severamente –Mírame- le decía puntualizando sus ojos –Tú ¿Estás evadiendo la situación?-

-¿Que yo qué?- balbuceó el aludido con la mirada clavada en los ojos negros de su amigo.

-Lo entiendo- dijo Alexander y no dijo más.

Diego se quedó en su asiento y ni se preocupó por entender algo. No hacía brisa en aquella noche, no había vientos ni frío. El cabello anaranjado de Diego no se agitaba en lo absoluto con el viaje descapotado.

-¿Para dónde vamos?- Randolph pregunta como si hubiera leído sus pensamientos.

-Al pueblo que está a entradas de la vía de la costa- Johnny parecía seguro en su ruta –Necesitamos un teléfono, saber qué está ocurriendo-

-Lo que sea, pero no te detengas, por favor-  la voz de Gilberto estaba agobiada, y  no dejaba de mirar hacia atrás. Obviamente asustado, como debía de estarlo.

Diego se preguntaba en dónde estaba todo el mundo pues parecía que eran los únicos habitantes del planeta, sin contar a los zombies, claro.

Bueno, al menos no hubo ningún altercado más hasta llegar al mencionado pueblo “que estaba a entradas de la vía de la costa”, al final de la carretera.

Un lugar vacío y sin luz para variar, como si fuera el viejo oeste de las películas, y en realidad era el final de la carretera. Desembocaba allí, y no había más camino después del pueblo.

-No te debe traer buenos recuerdos, Dig- Alexander se compadecía de su amigo, quien en realidad no tenía idea de por qué se compadecía.

Estacionaron la camioneta y cuando se apagó el motor el silencio fue total, como una manta negra cubriéndolo todo.

Los 8 se encontraban en el pueblo más extraño que pudieran recordar, apenas iluminado por la luz de la luna, pero el más impactado era Diego, quien se había bajado de la camioneta y caminado solo llegó hasta una cerca que daba al vacío de un precipicio. Y recordaba…

-Lo siento mucho- dijo Diego acongojado por los resplandores de recuerdos que ahora asomaban por su mente –Por todos a quienes estafé-

Billetes falsos, eran billetes falso con los que traficaban, y muchos habían sido estafados. Diego tenía ahora la sensación de haber visto sus rostros en los zombies.

“Los zombies son las personas a quienes estafamos” se repetía obsesivamente.

A sus pies había un barranco pues el pueblo estaba al borde de la montaña, y Diego estaba allí parado observando la negrura, cual paisaje aterrador, hasta que escuchó los primeros gruñidos.

-¡Oh Dios!- exclamó dando un brinco en su interior y oyendo su propia voz en eco, retumbando a través de la tupida arboleda. Los gruñidos venían de la lejanía pero se acercaban, paso a paso, y poniendo los pelos de punta.

Retrocedió instintivamente pero tropezó y cayó a la tierra.

Era como una pesadilla, quería alejarse de aquellos gruñidos pero sus piernas le fallaban. Diego caía y le costaba mucho levantarse, y tampoco oía su voz.
Desesperado intentó avanzar, levantándose de la tierra con el mayor esfuerzo que pudiera hacer, y tenía que llegar a donde estaban sus amigos. Tenía que advertirles.

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La cantina era un lugar antiguo, pero aún funcionaba la rocola.

Lo primero que hizo Christian fue hacerla funcionar, y para eso necesitaba una moneda. Obviamente que alguna tendría en los bolsillos de sus jeans pasados de moda, pues ésa era otra realidad.

Y entonces se sorprendió por todo eso, sin embargo descartó esa confusión.

Comenzó a sonar Michael Jackson en la vieja máquina, cortando la polvareda del aire encerrado, como si las notas musicales fueran tangibles. Y eso era todo, lo demás, mesas vacías y estantes secos. Nada había en aquel pueblo extraño.

-Evacuaron- pensaba Randolph –Deben saber lo de los zombies, y todo el mundo se fue- y rodeó la caja, buscando un teléfono o algo que le diera alguna luz a la situación.
-Esto tiene más de unos días vacíos, Randy. Esto está abandonado desde hace años- le decía William toqueteando la madera enmohecida y cubierta de polvo.

Los de Malú recorrieron el salón que supuestamente debían de conocer, pero no conocían nada en realidad.

-¿Están seguros de que hemos estado aquí antes?- dijo Johnny sorpresivamente.

Nadie le respondió.

---*---*---*----

La música de Michael Jackson entonces lo envolvió todo, y muy lejos venían los gruñidos siniestros, acompañados por los gritos ahogados de Diego, que se acercaba con dificultad hacia la cantina.

Arrastrando las piernas y levantando polvo, el unicornio avanzaba pesadamente por la calle principal, dejando atrás el bosque y el acantilado. Y no muy lejos de él se veían las sombras, todas enfiladas y lentas, moviéndose implacablemente.

-¡Gilberto!!- apenas le salía la voz, y creyó que nadie lo oiría –¡Gilbertoooo!-

Pero esta vez se equivocó, sí lo habían escuchado. Acto seguido una cabeza se asoma por las puertas derribadas de la cantina y mira hacia donde venía Diego. Era Gilberto.

-¿Qué pasa ahora??- le gritó con cara de pocos amigos.

-YA VIENEN- la voz de Diego parecía salir con normalidad ahora.

Todo el mundo se asomó por donde estaba Gilberto. Christian, Johnny, William, Randolph, Alexander y Jeffrey.

-¡Los zombies, ya están aquí!!- alarma Diego.

La llegada de Diego fue la llegada también de todas las criaturas, y empezaron a aparecerse por el otro lado de la calle también.

Desde la puerta de la cantina los avistaron: venían de la carretera, de la calle trasera, de por entre las casas, y del bosque también. Paso a paso las formas desfiguradas y anormales se tambaleaban avanzando sin perder nunca su objetivo.

Al fin llegaba Diego a la cantina donde estaban los demás, cojeando y no sabía por qué. Ninguno de Los de Malú hizo un esfuerzo por alcanzarlo y ayudarlo:

-Vienen por nosotros, ellos, por lo que les hicimos- balbuceaba a sus amigos.

Los 8 miraban a Diego como si estuviera divagando.


Ahora otra cosa los alarmaba más: golpes que venían de dentro de la misma cantina.

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